querido enrique
Tenía quince años la primera vez que pisé una clase de religión. La profesora de ética faltó y la de religión nos invitó a entrar en su clase a los poquitos alumnos que no habíamos elegido su asignatura. La idea de quedarnos ganduleando en el patio parecía más atractiva, pero al final decidimos entrar. Antes de ese día, yo no había tenido más contacto con aquella asignatura que el de ojear los dibujos de los libritos que usaban.
Recuerdo a la profesora. No me gustaba demasiado como me miraba. Es una sensación que he tenido otras veces en mi vida, como el día en que una monja - y era la monja más fea que he visto nunca - me siguió por el metro de Madrid. Creo, o quizá no lo creo, pero es divertido pensarlo, que en mis ojos pueden ver al anticristo. En aquella clase no recuerdo haber hablado demasiado, a pesar de lo que era habitual en mí por aquella época, pero aún así la profesora me miraba con una expresión amenazante. Como si supiera que yo era distinta. Como si me estuviera declarando su enemiga, y con ella de todos los católicos o creyentes.
No sé si fue una clase de religión como tal, puesto que no tengo ni idea de cómo eran las otras, pero sospecho que no debían de ser exactamente así. Aquel día se trató más bien de una lucha entre la profesora y los extraños que nos habíamos metido en la clase aceptando su invitación. No creo que ella llegara a pensar que con asistir a una clase íbamos a cambiar de idea y matricularnos de religión el curso siguiente, pero supongo que aún así tenía que intentarlo. Y lo que intentó durante aquella hora fue convencernos de que existe una disociación entre el cuerpo y el alma. El ejemplo que puso no lo voy a olvidar nunca: ella tenía un familiar enfermo, confinado en una silla de ruedas, que sufría unos dolores terribles, pero aún así era feliz. Era feliz no sólo a pesar del sufrimiento, sino a través de él.
A nosotros, o al menos a otro compañero y a mí, nos costaba decirle que aquello era mentira. No podíamos llamarla mentirosa, ni mucho menos a su familiar que sufría. Pero nos parecía imposible creer tal cosa e intentamos rebatir aquel argumento como pudimos. No era sencillo, puesto que llevaba implícito todo el peso de un chantaje emocional. "Les puedo asegurar", decía, "que él es feliz. Lo sé perfectamente porque es mi familia y lo conozco". Es muy difícil rebatir una aseveración como ésa, más aún cuando nosotros no conocíamos al implicado. Le dijimos que él le decía que era feliz para que ella no sufriera por él. Le dijimos que él se convencía a sí mismo de que era feliz para no añadir la conciencia de su dolor al dolor mismo. Ella negó todos los razonamientos que le pudimos ofrecer.
Entonces yo era capaz de admitir que pudiera existir alguna diferencia entre el cuerpo, la carne y los huesos, y algo llamado alma o corazón o espíritu. Lo que no estaba dispuesta a admitir es que fuera más importante una cosa que la otra, ni que se pudiera menospreciar la importancia del cuerpo, ni, por supuesto, que el sufrimiento físico no afectase al estado del alma. Con el paso de los años, las posibles diferencias entre una cosa y otra me parecen cada día más difusas, más etéreas. No ya invisibles, sino casi inexistentes.
No sé si es necesario no haber pasado por una educación católica para pensar así. Desde hace varios días, a causa de una conversación que tuve el sábado pasado con Jenaro y Manel frente a sendas tazas de té, no paro de preguntarme si mi visión del mundo no será necesariamente distinta a la de la mayoría de los españoles, todos los que son católicos o lo han sido en algún momento de su vida. Los niños empiezan a ir a clase de catequesis con cinco o seis años, si es que no es antes. Con esa edad se les inculca por primera vez la idea de sufrimiento, de pecado, de tortura, de milagro. Todas ellas cosas irracionales. Muchas inexistentes.
A mí se me dijo que no existía otro mundo. Pregunté sobre la reencarnación. Pregunté sobre el más allá. Me dijeron que nadie podía asegurar que algo así existiese, y que, en cualquier caso, lo importante es lo que uno hace en este mundo. Me inculcaron la noción de responsabilidad sobre mis actos. La importancia de que me procurara a mí misma una vida plena y de conseguir sentirme útil.
Supongo que es por todo esto que no puedo comprender el delirio sucedido estos últimos años con el Hospital Severo Ochoa de Leganés. No comprendo cómo puede acusarse a un hombre de los disparates que se han dicho del doctor Luis Montes. Cómo puede negársele la profesionalidad, la bondad, la honestidad, todos esos valores que a mí me inculcaron desde niña. Cómo puede hacerse eso sin impunidad, sin que nadie diga luego "esta boca es mía", una vez demostrado que su conducta fue intachable. Y cómo puede hacerse eso a una persona cuyo único afán fue evitar el sufrimiento inútil de muchas personas. El dolor insoportable que padecían. Peor aún: cómo pueden hacerlo los propios familiares de los enfermos, cómo podían preferir que las personas que querían sufrieran a que se mitigara su dolor en lo posible. Tampoco cómo pueden decirse cosas como las que he leído estos días en internet sobre la necesidad del sufrimiento. No lo entiendo. Supongo que debo de ser yo y esta educación distinta que he tenido.
Ver sufrir a un ser querido es una de las experiencias más duras en la vida . La encrucijada que tiene ante sí una persona en esa situación es probablemente de las más difíciles a las que tendrá que enfrentarse nunca: desear que viva a pesar de todo o que su sufrimiento termine cuanto antes. Cuando mi abuela murió, el único consuelo que tuve fue pensar que ya no sufriría más. No hubiera querido por nada del mundo que siguiera viviendo con menos fuerzas cada día. Que viviera más, sí, claro, pero no sumida en la agonía de sus últimos días. Fue una mujer valiente y buena, y se merecía un final digno. Cuando, cada día, la recuerdo y la echo de menos, me consuela pensar que lo tuvo, que murió sin perder la cabeza, que es lo que ella más temía.
La naturaleza fue rápida en su caso. Pero a veces no lo es, a veces el cuerpo humano aguanta años en condiciones extremas. Y si algún día, ojalá muy lejano, me encuentro en esa situación, yo también lo tengo muy claro y desde ahora lo digo: no hay necesidad de sufrir. Si algún día existe esa encrucijada para mí, no me dejen pasar dolor. A mí también, que me atienda Luis Montes.
Un abrazo muy fuerte y todo mi ánimo.
2 comentarios:
Como bien sabes, no estás sola en estos pensamientos...
Es sólo que los que piensan lo contrario hacen muchísimo más ruido y están muchísimo mejor posicionados para hacerse valer.
Esperemos no estar nunca en esas circunstancias, y si llegasen opino exactamente igual que tú: Que me atienda el doctor Montes.
Por la dignidad ante todo.
Besines,
Cristina.
Sí que hacen ruido, sí. Menos mal que algunos resistimos. ;-)
Besos,
Ana.
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