Por fin llegó la primavera, esa maravillosa y terrible estación. Llegó el buen tiempo, llegó el sol y dentro de una semana llegará el cambio de hora y con él las tardes cada vez más largas para pasear por la orilla de la playa o dejar pasar las horas con un libro entre las manos sin recordar la hora a la que sonará el despertador a la mañana siguiente. Llegaron los colores claros, aunque uno vista de negro, llegaron las sandalias y las mangas cortas, los bañadores y las faldas con flores. Llegaron las mañanas de domingo que invitan a salir a la calle y leer el periódico en una terraza acompañado por un zumo de naranja y un croissant. Llegó el placer de sentir el sol en nuestros hombros y la alternancia del paraguas y las gafas de sol en nuestros bolsos.
Pero también llegó la revolución de las hormonas y, con ella, llegaron la ciclotimia colectiva y la astenia primaveral. La apatía, la falta de iniciativa, la irritabilidad sin motivo, la pereza contagiosa y la desgana fotofóbica. Llegaron las competiciones de las radio-fórmulas por encumbrar quince ridículas canciones del verano desde tres meses antes, llegaron las gripes traicioneras de última hora y llegaron los atascos en las carreteras que van a la playa. Los billetes de avión con precios disparados, los compañeros de trabajo que te recuerdan a diario que ellos ya tienen pedidas y compradas sus vacaciones y los borrachos gritando de madrugada debajo de cualquier ventana.
Adoro esta estación. El iniverno es tímido, el otoño, sombrío y el verano, chabacano. Pero la primavera es única, atrevida, voraz y magnánima, cruel y retorcida, luminosa, libidinosa, vital y colorida. En ninguna otra época del año somos tan capaces de lo mejor y de lo peor. En ninguna otra época del año podemos sentirnos tan vivos.
Me estabas dando mucha envidia, pero sólo durante el primer párrafo... Aquí hace un día horrible.
ResponderEliminarEn todas partes cuecen habas, así que...